"Arrastro, arrastro... y todas mías"
El Tute, La Brisca, El Burro…El Mus, El Cinquillo, La Escoba… El Julepe, Las Siete y Media…
Autor: Toño Morala
Gran timba dominguera
en el histórico
Café Bar Mansillés de
Mansilla de las Mulas.
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En estos días de fiestas y de invierno, la partidina no se pierde… “La Partida de cartas no la perdono por nada del mundo”, de una buena centenaria. En este país, durante años, solo hubo una partida. La partida de cartas. Y era sagrada en millones de casas, tascas, teleclubs… como el brasero o como las sopas de lo que fuera. La echaba tu padre, tu madre, la echaba tu abuelo, y si sabías lo que es bueno, un día la echabas tú.
Y como ejemplo, hablamos de aquella partida en la que a un “buen padre”, en mitad de la partida, le llegaron con la nueva de que había nacido su cuarto hijo. “Arrastro”, dijo sin levantar los ojos del tapete, metiendo un triunfo en la mesa, para allanar el horizonte. El bar aguantó la respiración y el tiempo se cuajó; se podía partir con el cuchillo de los helados. Cuando el buen hombre recogió la baza y contó los puntos de cabeza, se volvió y preguntó, apartando un segundo el pitillo de la boca; “¿Niño o niña?”. Y, naturalmente, continuó la partida. Anécdotas hay para cargar un tren de mercancías sobre personajes, partidas, bares, casas, teleclubs, aceras, soportales, la calle… la partida es la partida, y dios es la partida, y punto. Algunos comen a toda prisa para llegar al bar y jugarse el café.
El jarro de vino y
los vasines… y los de fuera, tabaco.
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Los compañeros suelen ser casi siempre los mismos; y las partidas suelen durar el tiempo justo de ir al laboreo de alguna cosa, sacar a la señora de paseo, o cuidar de los nietos en el parque. La partida tiene ese enlace social entre la discusión, las risas, la mala leche, la ironía fina… tiene ese afán de nunca perder, y cuando se pierde, obviamente nunca es culpa de uno; el compañero, que anda a peras, y al final, no es por el jodido café a pagar; uno juega la travesía del desierto del pundonor, la inteligencia de mover bien las cartas, y ese tufillo de los de fuera de la partida que comentan las jugadas viendo las cartas del resto… de esa manera también opino yo, que no se sostener más de tres cartas en una mano.
Aquí el tinglado
suena a timba ferroviaria.
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El juego de las cartas quedó tocado de muerte con la prohibición de fumar en los lugares públicos, que conste que creo que es una norma que ha hecho mucho bien, pero la sociología del momento era otra, y ahora casi no se escucha aquello de… "Arrastro, arrastro y todas mías". O aquello de… "Date mus con las que tengas". Ni tampoco lo de "Ponme café, copa y una faria" y si era gallega mucho mejor. Nunca entendí porqué las farias gallegas, se cotizaban cual habano de la época si todas se hacían en el monopolio de la Tabacalera Española.
Y entre tres también.
Una partidina al burro.
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Y si hablamos de la emigración y el juego de cartas… Una explosión de risas para la partida. Aquí cada uno tira para su tierra; unos asturianos, gallegos, leoneses… unos prefieren mirar la partida desde fuera, como José, minero en sus años mozos, aunque más que a las cartas mira la televisión… “Me entretiene más. En realidad yo vengo aquí a ver la tele, y mientras, les oigo lo que dicen”, me comenta.
Y los mozos también
jugaban la partida…
luego al baile y lo que haga falta.
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El jugador camino del bar era una postal habitual y eterna, como tantas imágenes que fijas en la infancia. Cada barrio poseía sus “instituciones”, esa clase de jugadores de cartas que salían de casa a la hora de siempre, y cuando llegaban al bar o teleclub, saboreando ya el momento, ni siquiera tenían que pedir lo de siempre, el tasquero ya sabía. El vecindario podía adivinar la hora exacta solo viendo a ese jugador pasar delante de su casa, exultante, en pos de la partida. No fallaba. Cuando llegaba, el bar bullía. Algunas partidas iban ya por la mitad. Otras eran la misma partida desde hacía años, y no tenían ni mitad ni principio. Simplemente, los jugadores se habían olvidado de acabarlas y regresar a casa, donde sus hijos se habían casado, tenido a su vez nuevos hijos, que ahora se situaban detrás del abuelo, mirando fijamente sus cartas, sin comprender nada, pero fascinados. Aquel nieto que todos fuimos alguna vez, nos criamos entre otras cosas, entre el humo espeso de las estacas de tabaco liado, una sonrisa cómplice, una palmada en el trasero, y un “vete a casa que el bar no es sitio para niños”. Y así transcurría un tiempo inacabado entre partidas de cartas, el reloj de la cocina marcando las horas y los sueños, y la impaciencia para llegar a la hora de echar una partida, aunque pierda.
Y los chavales
también aprendían juegos de cartas
para entretenerse.
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Lo de las madres, abuelas y vecinas era otra cosa. Se juntaban en las casas en el frío invierno, y en verano… el soportal, o la calle era el punto de encuentro para echar una buena brisca conjurada con las muecas y rituales del juego; uno observaba atento las maniobras que se hacían, y con el paso del tiempo iba comprendiendo que la vida es un juego de cartas, y que los guiños son libres como el viento y comprometidos con la soledad y su frío; y de alguna manera hay que entretenerse de tanta penuria y sufrimiento en años terribles.
Y echaban la partida
las mujeres de las casas,
por la pinta parece una brisca.
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Los juegos de cartas ya se practicaban en la antigüedad. Hay diferencias de opiniones sobre si se originaron en la India, o si se usaron primero en China y Egipto, aunque la opinión mayoritaria es que habrían sido creadas en el siglo XII, en China. En China se jugaba con un tipo de naipe que derivó del papel moneda y de las fichas del dominó. Dicen algunos historiadores, que lo más probable es que los naipes llegasen a Europa desde Oriente, introducidos por los árabes a través de los reinos cristianos de España, aunque también se dice que fueron traídos por los cruzados. La primera versión puede apoyarse en que la baraja más antigua sea la llamada española, ya que los palos de la baraja árabe eran monedas, copas, cimitarras y bastones, que evolucionarían después a oros, copas, espadas y bastos. Muchos son los juegos de cartas y dependiendo de pueblos y comarcas, se juegan de diferentes maneras, unas pactadas de antemano, y otras, como el reglamento ancestral inventó. La brisca, el burro, la escoba, el julepe, las siete y media, el chinchón, el mus, el cinquillo, la putada, el tute, el subastado… algunos de los juegos emblemáticos que ayudaron a pasar tardes de risas y entretenidas.
Sin comentarios.
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Pero hay que seguir escribiendo sobre las partidas de cartas. Paso a contarles y a recordarles aquellas dos anécdotas, entre miles, que tienen ese trasfondo de leyenda, casi míticas en los juegos de cartas. Una es la del nuestro Genarín… Igual que su conocida afición al orujo, también era conocida su apego por las partidas de cartas y de dominó, donde raras veces resultaba perdedor, y donde era conocido como todo un maestro en esas lindes, no solo por su habilidad, sino por conocer todas las trampas que se podían aplicar a ambos juegos. Un día, en horario de siesta, se enfrascó con un amigo suyo conocido como "El Boto" en una partida de tute con dos feriantes. La apuesta, conseguir llenarse el estómago con un pavo que los feriantes querían vender. La suerte no sonreía al pellejero y a su pareja en un principio, pero llegó la buena racha y consiguieron igualar la partida, llegando al último juego. Reparto de cartas, y caras de resignación de Genarín y su compañero al ver que con sus cartas no hacían nada. Pero, aquí entró la habilidad del pellejero, que con arte y engaños, logró ganar la partida a los dos feriantes y dar buena cuenta del jugoso pavo. Sin embargo, en el transcurso de la comida, los feriantes se fueron dando cuenta de las trampas, obligando a Genarín y a "El Boto" a salir por patas, corriendo detrás de ellos los feriantes con cuchillo en mano, y tuvieron que esconderse en casa de un amigo durante tres días con sus noches hasta que los feriantes desistieron de encontrarles.
Y los chavales
también aprendían juegos de cartas
para entretenerse.
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Otra conocida es la del cura que le gustaba mucho el tute… Lo amaba por encima de todo, por encima de la vida eterna, por encima de la palabra de Dios. No tenía otra cosa en la cabeza que el tute. Tute, tute, y tute. Lo había hecho miles de veces, como cada domingo, en misa, tiró de homilía… el celebrante la terminó y elevando y juntando las manos sobre su cabeza, algo distraído, el cura pensó en alto y proclamó con fervor… “¡Triunfan bastos!”; la de risas que pasaron los feligreses aquella mañana de domingo. Dejó escrito James Thurber, “Hay que desconfiar de la gente sin vicios, que nunca encuentra una razón para llegar tarde a casa, incluso para no llegar. Allá ellos, claro. Pero conviene saber que acostarse temprano y levantarse temprano, hacen de un hombre alguien saludable, próspero y muerto”.
Un buen corro de
mujeres jugando a la brisca.
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Y un solitario a
tiempo, también es una victoria.
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