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domingo, 30 de agosto de 2015

NOTICIA:Aquellos cines de sesión continua

Aquellos cines de sesión continua -
 
diariodeleon.es
Nuestros recuerdos alcanzan con soltura aquellas sesiones de cine en blanco y negro o en color que se proyectaban a diario en el Alfageme, el Principal, Avenida, Mary, Azul, Crucero, Ventas, Lemy, Condado, Trianón o en el grandioso teatro Emperador. Las salas se llenaban a rebosar en la época, cuando el cine era cine y solo cine; la mejor diversión, la más popular y la más barata. En aquellas entrañables «sesiones continuas» disfrutamos la niñez y también la juventud, allí vivimos los primeros amores y descubrimos el Mundo, dicho sea con mayúscula. Son los cines que rememoramos con nostalgia, llevados por una imaginación que aún nos persigue y va directa a nuestros corazones.
El teatro Alfageme, sito en la calle Ramón y Cajal, se inauguró en 1928 y desapareció en 1957. En su sala descubrimos «El Mago de Hoz» y «Pinocho», acompañados los niños pudientes por sus respectivas niñeras. El teatro Principal, junto al Ayuntamiento de San Marcelo, era de 1845 y se convirtió en sala de cine allá por 1930, hasta que fue engullido y derribado por la piqueta municipal en 1961. Otro desastre urbanístico más. En su gallinero, por el módico precio de 1,25 pesetas, vimos «El halcón maltés» y «Casablanca», del durísimo Bogart, y al salir nos íbamos de vinos al Húmedo para quitar la desazón.
 
El cine Azul, en Ordoño II, se inauguró en 1936 como bar-café-cine. En su patio de butacas asistimos a la proyección del primer desnudo en el cine, «Helga», que más bien era un reportaje sobre la gestación durante el embarazo de una mujer. Y un poco más allá el Mary, ubicado en lo que hoy se llama pasaje del mismo nombre, donde se pasó la polémica película «Gilda», con Rita Hayworth y Glenn Ford a la cabeza del cartel. En cuanto al Avenida, inaugurado también en 1936 y frente a la iglesia de los Agustinos, en la actual Gran Vía de San Marcos, desapareció en los años 60. En su pantalla se proyectó «Retorno al pasado», con el gran Robert Mitchum, o «Un tranvía llamado deseo», de Marlon Brando. Mucha gente acudía al Avenida para ver a la encargada del ambigú, cuyo llamativo poderío físico arrastraba más espectadores que la propia película.
 
Graciosos y comentadores
En el cine Condado, de la calle Villafranca, inaugurado en 1949 y desaparecido en 1990, nos emocionamos con «Lo que el viento se llevó». Y en el Emperador, de 1951, se pasaron películas tan extraordinarias como «Mogambo» o «Cantando bajo la lluvia»; también había teatros «de varietés» a cargo de Zori, Santos y Codeso, o Bobby Deglané. Hoy se conserva, pero cerrado, al igual que el cine Trianón, donde su programación incluía las películas llamadas «de ensayo», aquellas autorizadas por la estricta censura. ¿Qué será de estos queridos y casi olvidados cines? ¿Permanecerán como simples fantasmas del pasado?
 
No nos olvidamos, pues era toda una aventura llegar hasta ellos, del cine Trobajo, del Crucero (1948-1984), Ventas (1950), Lemy (1940-1978), en la avenida de Miguel Castaño, ni tampoco de los cines de los padres Capuchinos o el de los Agustinos, donde los frailes, correa en ristre, imponían un riguroso orden, y donde «la manaza» que aparecía en pantalla y tapaba la escena de un casto beso entre los protagonistas, nos hacía perder la ilusión de la película, provocando el consiguiente chaparrón de silbidos, pitidos y pataleos.
 
Lo peor de aquellas fascinantes sesiones eran las plagas. Mala suerte para el espectador si tenía en la butaca de al lado, o en la fila trasera, una de esas personas que podríamos calificar como «comentadora». Dicho lenguaraz iba explicando con todo lujo de detalles, desde el principio al final, la película que estabas esperando desde hacía tiempo, chafándote la ilusión del final. No digamos nada si la cinta era de suspense… Normalmente pertenecían al género femenino, aunque también entre los varones se daban casos de pelmazos irredentos. Luego estaban los graciosos, que iban siempre acompañados por un grupo de admiradores cuya misión consistía en reírle los chistes. Solía comer cacahuetes, mascaba chicle y, en un gesto de lo más zafio, ponía los pies en el respaldo de la butaca delantera.
 
Otro castigo cinematográfico venía provocado por las pandillas de gamberros que entraban en tropel después de apagarse las luces y comentaban a gritos: «¡Ya la he visto! ¡Vaya tostón! ¡Al final mueren todos!» Por último estaban las familias numerosas, siempre equipadas con algo de picar. De un envoltorio comenzaban a salir bocadillos que iban desde la tortilla de patata hasta el pescado frito, rematados por los preceptivos plátanos o naranjas. Una serie de personajes que contribuían, a su modo y manera, a redondear la felicidad estival de aquel tiempo plagado de hermosos recuerdos.
 
JAVIER TOMÉ Y PEPE MUÑIZ