En una pequeña plaza, las casetas de
amanuenses, brazo escritor del pueblo.
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“Aunque vivas las palabras, y
muertas las letras mires… las palabras luego mueren y las letras siempre
viven…”. En la fría era de los robots y los clónicos de la comunicación anónima
y gris, renace la nostalgia de las joyas de la correspondencia y del placer
olvidado de la escritura. En esta búsqueda del tiempo perdido, hoy
escribiremos sobre aquellos amanuenses, escribientes y memorialistas, que tanto
bien hicieron a una parte de la historia, y tanto bien hicieron al pueblo llano
y sencillo. Llamamos memorialistas a los escribientes del pueblo y del
barrio. A este tipo de profesionales, también llamados amanuenses, acudían
personas que no sabían ni leer ni escribir.
Casetas de escribientes en una gran
ciudad.
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Los memorialistas les leían las
cartas de los familiares, las notificaciones, etc. También escribían cartas al
dictado, redactaban de forma elegante una respuesta o, incluso, una carta de
amor. Durante la Edad Media, en los monasterios, los amanuenses hacían copias
de los manuscritos más valiosos. Aquel que no tuvo ni dineros, ni
posibilidades de estudiar las cuatro reglas y aprender a leer y escribir,
acudía a los escribientes; ahí nacieron las mentiras piadosas de escribientes y
memorialistas, cuando las noticias malas llegaban a los analfabetos. No hay
mayor desgracia que la ignorancia y la
incultura para los seres humanos; cuanta más ignorancia e incultura,
mejor para los poderes fácticos de todo desorden.
Esperando a la clientela para hacer
papeles o cartas, o leerlas.
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Comentar sobre los inicios y
demás prebendas de este viejo oficio de ilustrados y estudiados y estudiosos,
no es tarea que me interese especialmente; no así, el escribir sobre los
escribientes desde mediados del siglo XIX hasta mediados de los años 90, donde
,parece ser, dejaron de existir en las calles. Porque el oficio de escribiente
nació en la calle y se formó en la calle, en las plazas, luego en las pequeñas
casetas construidas humildemente para desarrollar aquella labor tan importante
de hacer comunicarse a las personas a través de una tercera. El escribiente se
ponía en los mercados o en las cercanías de las oficinas de Correos. Allí
escuchaba atentamente el encargo de una persona.
A principios de siglo…y la cesta…¿qué?
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El lenguaje escrito tiene y
tenía funciones destacadas e inmensas. Los escribientes públicos y afines
redactaban cartas y rellenaban formularios por cuenta de personas que
necesitaban ayuda para escribir. Las tareas de estos buenos hombres en
referencia a su trabajo, eran, aparentemente fáciles… pero no solo había que
saber escribir y tener una buena letra, también había que saber de todo lo que
rodea a una parte de leyes y aquellos formularios oficiales tan crueles e inentendibles para la gran mayoría; de
aquellas pólizas que todo papel oficial llevaba. De letra pulcra, los
escribientes tenían que tener un cuidado exquisito y no hacer manchones en los
escritos. Para ello, contaban con una serie de remedios para estos accidentes;
desde chupar la tinta y dejarla secar, para luego raspar con un cortaplumas,
hasta la disolución de espíritu de sal (ácido hidroclórico) en agua, que
parecía ser la mejor solución. Otros instrumentos que tenían siempre a mano los
escribientes eran: papel, pluma, cortaplumas, lapicero, atril, regla, compás,
falsa regla, cuchilla, oblea, grasilla, salvadera, tintero, tinta…la lista era
algo numerosa, sin embargo, todo lo nombrado era útil y muchos de ellos, necesarios.
El escribiente y su clienta en la
caseta.
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En uno de esos viejos manuales de
escribientes… “Entre los defectos y enfermedades que
especialmente desordenan los movimientos de la mano para escribir, figuran la
agrafía y el calambre de los
escribientes. Es la agrafía la imposibilidad de escribir por defecto físico o
perturbación fuerte del momento, y consiste el calambre de los escribientes en
una contracción violenta y dolorosa de los músculos que mueven los dedos, por
la cual es también imposible la escritura, cuando este fenómeno se presenta.”
En otra de las partes… “El calambre de los escribientes suele provenir del
exceso de ejercicio con la pluma, y se evita casi siempre usando portaplumas de
madera, que no tengan boquilla metálica, pues, en opinión de algunos científicos,
la facilidad con que el metal conduce el fluido eléctrico produce una
excitación muy notable en los nervios de la mano, y esta excitación ocasiona
desde luego las dolorosas contracciones musculares del calambre a que se ha
hecho referencia”.
En plena faena en una calle céntrica.
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La escritura o la letra,
por el tamaño relativo de los signos y por la velocidad con que se produce, se
divide en magistral y cursiva. La
letra magistral, es la letra caligráfica por excelencia, producida despacio y
con esmero, y generalmente en tamaño grande. La letra cursiva es la letra
corriente, de tamaño pequeño, producida con velocidad y soltura para atender
con prontitud a las necesidades ordinarias de la expresión gráfica. La
cuestión, como pueden leer, tiene tela marinera.
No faltan las palabras.
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Vayamos a aquellas cartas
que eran escritas y leídas por escribientes y memorialistas, entremos en ese
mundo de mentiras piadosas, de amores imposibles; no era lo mismo escribir el
nacimiento de un niño o niña, que la muerte de un ser querido; no era lo mismo
escribir sobre una cuestión familiar de herencias y dineros, que escribir sobre
la muerte de un soldado en el frente…cada tema tenía su forma de expresión y
aquella manera que el buen escribiente
suavizaba, o ponía tintes dramáticos a una situación. Cualidades naturales que
el buen memorialista utilizaba: tenía que tener buena vista y buen pulso, imaginación
viva y fecunda y memoria feliz, claro entendimiento, buen gusto y facilidad
para imitar buenos modelos, y un talento algo especial…genio e inspiración.
Imagínense la cantidad de anécdotas, malas interpretaciones, abusos y
escarnios, imagínense la calidad humana de muchos escribientes a la hora de
escribir sobre cosas muy gordas
acaecidas a lo largo de tantas vidas y desgracias, y amores, y
desamores… y alguna que otra vez, y sin quererlo, el enamoramiento entre el
escribiente y su clientela… “Querida Aurora: Porque me siento el
responsable absoluto de tu enorme y aplastante desdicha, te escribo esta carta
en un girón traslúcido de mi piel. ¿Crees que puedo recomponer con ella el
desbarajuste de tu corazón, el desgarro de tu alma? Ojalá sea así; de lo
contrario, en el tiempo que me quede por vivir seré un auténtico desgraciado.
Porque la pluma con la que te escribo esta carta es como una lanza clavada en
mi alma. Pido que quien te la lea sepa transmitirte el desasosiego que me
embarga. Ya ves qué cosas: yo, que he sido a
lo largo de mi existencia un hacedor de palabras, un escribiente hazañoso que ha llevado
con sus epístolas, cargadas de emociones refulgentes y sentimientos
esplendorosos, a la prosperidad amorosa a cientos de hombres y mujeres…” Y
proseguía su cruz amatoria… “Mis
mentiras piadosas te acarrearon un calvario. No sabes cómo siento todo el sufrimiento por el que estás pasando. Debí
advertirte desde el primer momento en que apareciste delante de mi mesa, bajo
los soportales de la plaza. Tu figura, recortada contra el cielo límpido de
aquel 24 de marzo de 1917, dejó grabada en mis retinas una impresión tremenda,
que como un rayo zigzagueó hasta impactar en mi corazón, sobre el que dejó
labrada una heredad para que en ella floreciese el vigor de mis sentidos, el
sentido de mis emociones, aunque de igual modo mis mayores angustias. Es lo que
tiene el amor no correspondido, pero no por ello despreciado. ¿Cómo iba yo a
relegarlo? Desde el primer instante mi espíritu se alió con todo lo que me
orillase a tu presencia. Tú pasaste a ser el centro de gravitación de mi
existir, aún yo sabiendo que para tí era un simple escribiente…” y así finalizaba
el pobre hombre… “Lo siento. Sea mi
condena que nunca más escriba una carta de amor. ¿Cómo pude ser tan cobarde,
como tan irresponsable? Enamorarme de tu mejor amiga… De nada vale pedirte
perdón o decirte te amo; lo sé.” Ya no hacen falta más palabras, como
dejó escrito Cioran… “Los charlatanes no
frecuentan farmacias”… “Escribo para no golpearme”.
El Sr. Eduard, el último escribiente
de Barcelona, con su vieja Olivetti, dejó de escribir en 1992.
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