SOCIEDAD. Los herreros y las fraguas de La Sobarriba nos llevan a través de los recuerdos a historias y personajes irrepetibles, a artesanos que nunca deberían ser olvidados.
Antonio Barreñada | 01/09/2019
Mi padre era el científico del pueblo», mantiene Dioni, de Villaverde de Arcayos, hermano del nuestro Raimundo de La Sobarriba. Lo sostiene el ‘Herrerín’ porque dice que «era el único que le podía meter mano a un ‘Piva’ y hacerle andar». Toño Morala, que les llamó ‘zapateros de caballerías’, cantó de los herradores la «maña, solo maña, inteligencia natural, y el aprendizaje lento y seguro con el maestro siempre observándolo y en silencio, siempre mirando y viendo las jugadas…», los quehaceres de los oficios tradicionales que se pasaban de padres a hijos y nietos, hasta que lo de esa vida en el campo perdió su llama. Y ‘Ful’ ha consagrado la figura de un hermano menor, o cuñado pobre del gremio, con la su parábola de lo que ‘el hojalatero’ dijera cuando sonaba un ingenio por los aires: «Me sobran cojones para hacer yo aparatos así, pero no traje alicates».
Lo que anda por los aires. Del cielo cayeron los primeros fragmentos que las antiguas civilizaciones entendieron metal sagrado. Las mitologías de culturas diversas convergieron en poner al lado del fuego forjador a sus dioses. El arte del divino Velázquez llevó el trasunto de lo de la adúltera Venus con el bello y bélico Marte a un humano herrero Vulcano. Tan humano y divino errar… y herrar. Herrador y herrero, el mismo en ocasiones, fue en cada mínima comunidad más que maestro en su arte, ‘sacerdote’ o enviado de los dioses para necesidades fundamentales y conocimientos que, para muchos, trascendían la ciencia, eran casi magia.
Aquí (en Valdefresno, Villaturiel, Corbillos, Villavente…), como en tantos otros lugares, no se perdió todavía el nombre de la que fuera casina pequeña y servicio grande, imprescindible, de cada pueblo, ‘la Fragua’. Pocos tienen dedicada, como Paradilla de La Sobarriba, una de sus calles al ‘Tío Herrero’, aunque se hayan llevado la placa, que habría que ir pensando en recuperarla.
El ‘Interrogatorio’ del Catastro de Ensenada (1753-1754) recogía en respuestas generales de los de esta comarca a la cuestión correspondiente, ‘la 17’, sobre cosa de si hay «minas, salinas, molinos y otros artefactos», que en Paradilla de La Sobarriba «… no otra cosa más que una fragua muerta que si se arrendara utilizaría treinta reales», que en Valdefresno la hay, del cura del lugar, arrendada a Isidro González por treinta reales (curioso el repetido evangélico número de monedas), que en Villaturiel es propia de Lázaro de la Granja que ‘utiliza’ quince eminas de trigo o que en Villalboñe sí que «hay un herrero, Manuel Fuertes, que ingresa por su oficio, además de la labranza que tiene, seis cargas de pan mediado de trigo y centeno y cuatro reales cada día que trabaja como herrero». Curioso, muy nuestro ello, que la tan necesaria y preciada labor acostumbrada a pagarse, desde siglos y hasta casi nuestros días, a través de ‘avenencias’, en muchos casos (como lo recordaba Dioni el del Cea), tanto en aquellas vegas como en estos páramos, se hiciera atropando barreduras de paneras para dar lo debido al herrero o herrador.
Herradores como Emiliano el de Villaseca, ‘Milianón’, que el vecino era ‘Milianín’. Él calzó de herraduras y callos ganado que venía por los caminos de todo el municipio. Tipo grande en todo el ser y sentido le gustaba usar boina pequeña y pequeña ser también la su burra, pero muy enseñada. Juro haber visto cómo montado, al sólo meter la mano en la chaqueta para sacar la petaca, sin nada decirla, ella paraba hasta que acababa él de liar un cigarrín y, al sonido del chisquero, reemprendía la marcha. Eso era educación. O como Dacio Llamazares, de Solanilla, que, con fuelle ya de segunda mano, puso lo suyo a pie de ‘La Solana’, lo que le daba un poco de miedo a los vecinos, por si la cosa del fuego. El pueblo le cedió un solarín a las afueras, donde su hijo Juan Antonio conserva como tesoro esa pequeña arca de adobe en la que se mantiene en perfectas condiciones el último ‘potro’ de la tierra, y en la que no sólo se erró, sino que hasta se hicieron ‘cultivadores’ o ‘cuatrisurcos’.
Maestros de fragua, como Marcelo de la Puente, que además de atender las que eran ‘de pueblo’, como la de Villamayor o Villafeliz, mantenía la propia en Villalboñe, a pie de la ‘Fontisquina’, la que pasó a su hijo Dámaso, en la que trabajó su nieto Maxi, «para estirar rejas, hacer hoces, hociles, ‘zoletas’… con las piezas de hierro que se compraba en León en Los Valencianos o en Ardura, o haciendo eso que ahora se dice ‘reciclar’, sin soldadura ni taladro, a puro fuego y macho». Recuerda Maxi cómo se iba en plena noche con el carro y las vacas, atravesando el Torío, a las minas de Matallana a por carbón, y que, tras pasar «el año que más aprendí» por la escuela de don Víctor en Villaseca (otro más), a los catorce años cursó ‘bachiller’ del metal en fundición de Puente Castro, con Julio Chamón, o Floro el de Paradilla, «que era un moldeador de la hostia», camino de su propia maestría, la que ganaría en el moderno sector del automóvil.
La modernidad se buscó en nuestras tierras secas cavando hacia el agua, haciendo los pozos que reclamara ‘Lamparilla, las ‘norias’ en las que tanto se empeñara el luchador Gaudencio. Norias. En ‘la Ribera’ (por Torneros, Grulleros…) quedan restos de arqueología industrial de las del ‘número 1’, y una ‘del 2 o del 3’ (de cangilones más humildes) que fuera motivo del primer premio de un certamen fotográfico puesto en marcha en la Universidad de León hace ya cuatro rectores. En ella, la marca «Conrado Alonso, Paradilla de La Sobarriba». Muchas fueron las allí ensambladas y otra se conserva en el pueblo de origen, en el patio de la propia fragua, donde sigue haciendo lo que siempre gustó el nieto del viejo herrero, Conradín.
Dinastía de herreros la suya, que bien puede arrancar de poco más acá de aquel estar ‘muerta’ la fragua de Paradilla, mediado el XVIII. La mencionada calle del ‘Tío Herrero’ es la del patriarca Matías, al que seguiría el abuelo Conrado, que pasó las herramientas a su yerno, el inolvidable Santiago García, el que vino de Villaseca con la fragua de patas de su propio padre, el ‘Tío León’, que también herrara a pie de casa, al lado de la fuente que daba agua a la Poza Serrana…
La de Paradilla es ‘la Fragua’ de La Sobarriba. Allí se mantiene viva, además de la labor, la tradición que le acompañó, no sólo en tiempos de frío (por lo de la lumbre, claro): cinco ‘escaños’ están dispuestos, a pie de máquinas, hierros… para que se haga tertulia, que eso también fragua los tiempos. Allí un viejo ‘Líster’ movía todas las máquinas herramientas (algunas aún hoy en activo) antes del suministro eléctrico. Pero la ‘mano humana’ era el auténtico motor, y no sólo la de fuerza que golpeaba sobre el yunque, sino hasta la cuidada de las mujeres de la casa que remachaban, embreaban o pintaban vasos y piezas de aquellos artefactos para el riego. Los tiempos avanzaron, y hubo más modernidad, y a las norias les vinieron a suplir los ’Piva’, y los ‘Liska’…
Cuarenta y dos años de Conradín, además de en la de casa, en otra marca, la creada por Pitschel y Vázquez. En sus recuerdos muchos que desmontan algunas leyendas sobre ‘Enrique’ el alemán, a cuyo lado trabajó, «un genio inventando, no sólo los motores…» y su cuñado el leonés Antonio, «vivo con los negocios, que se hizo e hizo ricos a muchos otros delegados por toda España». En almacén de la fragua, perfectamente restaurados, algunos primeros modelos de los hechos en la fábrica del Crucero. A su lado, otros milagros de los que sólo son capaces los humanos tocados por el cielo: máquinas preciosas, motos míticas, restauradas con maestría heredada de los mejores del oficio por José María, hijo de Conradín, heredero de los señores del fuego.