martes, 10 de enero de 2017

NOTICIA: Así se gobernaban los pueblos

El rescate y edición de las Ordenanzas de Abelgas de Luna prueban cómo el concejo regulaba antaño cada detalle de la vida cotidiana y el uso racional de los recursos.

El viejo crucero ubicado junto a la puerta de la iglesia.
- club xeitu

E. GANCEDO | LEÓN
diariodeleon.es
Cómo y cuándo se podía cortar leña del monte. Cuánto debía pagar el infractor o aquel que prendiese fuego sin causa justificada. Qué ganado componía cada vecera y quién debía hacerse cargo de ellas. De qué tipo de impuestos estaban libres los ‘pobres de solemnidad’ y cómo podían ayudarles el resto de los vecinos...

Las ordenanzas de Abelgas de Luna constituyen, y lo dice el autor del libro, «un material inédito y un interesantísimo ejemplo de ordenamiento concejil en la Montaña Occidental durante el siglo XVIII». Pablo García Cañón, natural de Salientes, licenciado en Geografía e Historia y profesor del IES Obispo Argüelles de Villablino, ha sido el encargado de redactar el estudio previo y de transcribir estas antiguas leyes a partir de documentos rescatados por el Club Cultural Xeitu para producir un libro (tercero de los Breviarios del Cuvachín) que da buena cuenta de cómo se han venido organizando por sí mismos nuestros pueblos antes de la llegada de la modernidad.

Sin partidos políticos y mediante usos asentados en el perfecto conocimiento del terreno, la localidad montañesa regulaba —entre todos los vecinos y con ayuda de derecho consuetudinario a veces puesto por escrito tal y como revela este libro— cada brizna de hierba y cada porción de terreno fértil para procurar el más perfecto equilibro entre presencia humana y equilibrio natural. De este modo, las ordenanzas «por las que se rige y gobierna la villa de Abelgas, concejo del mismo nombre, Montañas del Reino de León» —como reza el texto original— «constituyen una fuente histórica y documental de gran valor que nos permiten conocer en profundidade los numerosos parámetros sociales y económicos que rigieron aquellas sociedades campesinas del occidente astur-leonés en el Antiguo Régimen», continúa en el estudio preliminar Pablo García Cañón.

En concreto, el volumen recupera el concejo general, reunido a toque de campana, celebrado en Abelgas el 30 de diciembre de 1759, estando presentes el juez ordinario (Juan Álvarez de Omaña), el síndico general (Pedro Álvarez), el escribano (Baltasar Alejo Flórez), dos regidores (Domingo Álvarez y Manuel Álvarez) y otros tantos vecinos, quienes acuerdan encargar a Andrés Álvarez y Francisco Álvarez Melcón que procedan a redactar las ordenanzas, «por ser ambas personas de la más satisfación e inteligencia». Posteriormente, este cuerpo legislativo, como repasa García Cañón, «debía ser refrendado por los vecinos en concejo». Se suceden a continuación 85 capítulos en los que se regulan «con una meticulosidad y casuística abrumadora, aspectos diversos del comportamiento de una comunidad en los múltiples campos de la vida cotidiana».

De la vecera al monte

Veamos unas muestras. Si el lector se fija en las veceras, comprobará que en Abelgas había, al menos en esa época, «vecera de vacas, añojos, yeguas, cabras, ovejas, carneros, machos cabríos, corderos machos y lechones, quedando exento de vecera los gochos, el caballo de silla del párroco, un caballo padre, los toros destinados a cubrición, un verrón y las dos reses que se le concedían al vecino que tenía el perro mastín».

O por ejemplo los pastos, como las boerizas, que eran los de mejor calidad, allí donde pastaban los bueyes de labor. En las ordenanzas existen normas muy detalladas «de su acotamiento, de las fechas a partir de las cuales esta clase de ganado puede pastar en esos lugares y de otras cuestiones —narra el autor—. Por ejemplo, se establece que los bueyes puedan entrar en las boerizas a partir del día de Nuestra Señora de Septiembre; sin embargo, la normativa prohíbe bajo fuertes penas pecuniarias la introducción de otra clase de ganado, tanto de la villa como foráneo, salvo los toros ya capados, y esto sería del ocho de septiembre en adelante».

Especial cuidado observan estas leyes a la hora de mantener en buen estado los montes: «Se sanciona a las personas que incendien el bosque y se establecen cotos de madera en los que ésta no se puede coger sino es con permiso expreso del concejo», ejemplifica García Cañón, haciendo ver que las disposiciones forestales giran en torno a dos preceptos: potenciar la plantación de masas arbóreas y promover su conservación. Se obliga a los vecinos a plantar al menos tres plantas de álamo o de otra especie cada año, penaliza la deforestación incontrolada y los incendios, etc. Sin embargo, en ciertos parajes «se autorizaba talar madera cuando se construyese una casa nueva, para arreglar alguna que corriese peligro o por extrema necesidad». Todo, así pues, bien razonado y explicitado.

El arriendo de los puertos a los rebaños trashumantes de ovejas merinas (que anualmente rendían a Abelgas la nada desdeñable cantidad de 12.750 reales de vellón), el vino (la única taberna del pueblo no podía quedarse sin suministro más de ocho días y no podía negar la venta de vino a nadie, excepto pasada la medianoche) son otros asuntos de los muchos incluidos, algunos de ellos tan curiosos como el hecho de no permitirse en la villa la presencia simultánea de más de dos mastinas, para evitar así que los machos abandonasen sus lugares de vigilancia y se enzarzasen en peleas durante la época de celo. Además de eso, se penalizaba sabiamente «a todo aquel vecino o forastero que de cualquier forma maltratase a estos animales».

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