sábado, 31 de agosto de 2013

COLABORACIÓN: Amanuenses, escribientes y memorialistas

Autor: Toño Morala


En una pequeña plaza, las casetas de amanuenses, brazo escritor del pueblo.

“Aunque vivas las palabras, y muertas las letras mires… las palabras luego mueren y las letras siempre viven…”. En la fría era de los robots y los clónicos de la comunicación anónima y gris, renace la nostalgia de las joyas de la correspondencia y del placer olvidado de la escritura. En esta búsqueda del tiempo perdido, hoy escribiremos sobre aquellos amanuenses, escribientes y memorialistas, que tanto bien hicieron a una parte de la historia, y tanto bien hicieron al pueblo llano y sencillo. Llamamos memorialistas a los escribientes del pueblo y del barrio. A este tipo de profesionales, también llamados amanuenses, acudían personas que no sabían ni leer ni escribir.

Casetas de escribientes en una gran ciudad.
Los memorialistas les leían las cartas de los familiares, las notificaciones, etc. También escribían cartas al dictado, redactaban de forma elegante una respuesta o, incluso, una carta de amor. Durante la Edad Media, en los monasterios, los amanuenses hacían copias de los manuscritos más valiosos.  Aquel que no tuvo ni dineros, ni posibilidades de estudiar las cuatro reglas y aprender a leer y escribir, acudía a los escribientes; ahí nacieron las mentiras piadosas de escribientes y memorialistas, cuando las noticias malas llegaban a los analfabetos. No hay mayor desgracia que la ignorancia y la  incultura para los seres humanos; cuanta más ignorancia e incultura, mejor para los poderes fácticos de todo desorden.

Esperando a la clientela para hacer papeles o cartas, o leerlas.
Comentar sobre los inicios y demás prebendas de este viejo oficio de ilustrados y estudiados y estudiosos, no es tarea que me interese especialmente; no así, el escribir sobre los escribientes desde mediados del siglo XIX hasta mediados de los años 90, donde ,parece ser, dejaron de existir en las calles. Porque el oficio de escribiente nació en la calle y se formó en la calle, en las plazas, luego en las pequeñas casetas construidas humildemente para desarrollar aquella labor tan importante de hacer comunicarse a las personas a través de una tercera. El escribiente se ponía en los mercados o en las cercanías de las oficinas de Correos.  Allí escuchaba atentamente el encargo de una persona.

A principios de siglo…y la cesta…¿qué?
El lenguaje escrito tiene y tenía funciones destacadas e inmensas. Los escribientes públicos y afines redactaban  cartas y rellenaban  formularios por cuenta de personas que necesitaban ayuda para escribir. Las tareas de estos buenos hombres en referencia a su trabajo, eran, aparentemente fáciles… pero no solo había que saber escribir y tener una buena letra, también había que saber de todo lo que rodea a una parte de leyes y aquellos formularios oficiales tan crueles  e inentendibles para la gran mayoría; de aquellas pólizas que todo papel oficial llevaba. De letra pulcra, los escribientes tenían que tener un cuidado exquisito y no hacer manchones en los escritos. Para ello, contaban con una serie de remedios para estos accidentes; desde chupar la tinta y dejarla secar, para luego raspar con un cortaplumas, hasta la disolución de espíritu de sal (ácido hidroclórico) en agua, que parecía ser la mejor solución. Otros instrumentos que tenían siempre a mano los escribientes eran: papel, pluma, cortaplumas, lapicero, atril, regla, compás, falsa regla, cuchilla, oblea, grasilla, salvadera, tintero, tinta…la lista era algo numerosa, sin embargo, todo lo nombrado era útil y muchos de ellos,  necesarios.


El escribiente y su clienta en la caseta.
En uno de esos viejos manuales de escribientes… “Entre los defectos y enfermedades que especialmente desordenan los movimientos de la mano para escribir, figuran la agrafía y el calambre de los escribientes. Es la agrafía la imposibilidad de escribir por defecto físico o perturbación fuerte del momento, y consiste el calambre de los escribientes en una contracción violenta y dolorosa de los músculos que mueven los dedos, por la cual es también imposible la escritura, cuando este fenómeno se presenta.” En otra de las partes… “El calambre de los escribientes suele provenir del exceso de ejercicio con la pluma, y se evita casi siempre usando portaplumas de madera, que no tengan boquilla metálica, pues, en opinión de algunos científicos, la facilidad con que el metal conduce el fluido eléctrico produce una excitación muy notable en los nervios de la mano, y esta excitación ocasiona desde luego las dolorosas contracciones musculares del calambre a que se ha hecho referencia”.


En plena faena en una calle céntrica.
  La escritura o la letra, por el tamaño relativo de los signos y por la velocidad con que se produce, se divide en magistral y cursiva. La letra magistral, es la letra caligráfica por excelencia, producida despacio y con esmero, y generalmente en tamaño grande. La letra cursiva es la letra corriente, de tamaño pequeño, producida con velocidad y soltura para atender con prontitud a las necesidades ordinarias de la expresión gráfica. La cuestión, como pueden leer, tiene tela marinera.  
 

No faltan las palabras.
 
Vayamos a aquellas cartas que eran escritas y leídas por escribientes y memorialistas, entremos en ese mundo de mentiras piadosas, de amores imposibles; no era lo mismo escribir el nacimiento de un niño o niña, que la muerte de un ser querido; no era lo mismo escribir sobre una cuestión familiar de herencias y dineros, que escribir sobre la muerte de un soldado en el frente…cada tema tenía su forma de expresión y aquella manera que el  buen escribiente suavizaba, o ponía tintes dramáticos a una situación. Cualidades naturales que el buen memorialista utilizaba: tenía que tener buena vista y buen pulso, imaginación viva y fecunda y memoria feliz, claro entendimiento, buen gusto y facilidad para imitar buenos modelos, y un talento algo especial…genio e inspiración. Imagínense la cantidad de anécdotas, malas interpretaciones, abusos y escarnios, imagínense la calidad humana de muchos escribientes a la hora de escribir sobre cosas muy gordas  acaecidas a lo largo de tantas vidas y desgracias, y amores, y desamores… y alguna que otra vez, y sin quererlo, el enamoramiento entre el escribiente  y su clientela… “Querida Aurora: Porque me siento el responsable absoluto de tu enorme y aplastante desdicha, te escribo esta carta en un girón traslúcido de mi piel. ¿Crees que puedo recomponer con ella el desbarajuste de tu corazón, el desgarro de tu alma? Ojalá sea así; de lo contrario, en el tiempo que me quede por vivir seré un auténtico desgraciado. Porque la pluma con la que te escribo esta carta es como una lanza clavada en mi alma. Pido que quien te la lea sepa transmitirte el desasosiego que me embarga. Ya ves qué cosas: yo, que he sido a lo largo de mi existencia un hacedor de palabras, un escribiente hazañoso que ha llevado con sus epístolas, cargadas de emociones refulgentes y sentimientos esplendorosos, a la prosperidad amorosa a cientos de hombres y mujeres…” Y proseguía su cruz amatoria… “Mis mentiras piadosas te acarrearon un calvario. No sabes cómo siento todo el sufrimiento por el que estás pasando. Debí advertirte desde el primer momento en que apareciste delante de mi mesa, bajo los soportales de la plaza. Tu figura, recortada contra el cielo límpido de aquel 24 de marzo de 1917, dejó grabada en mis retinas una impresión tremenda, que como un rayo zigzagueó hasta impactar en mi corazón, sobre el que dejó labrada una heredad para que en ella floreciese el vigor de mis sentidos, el sentido de mis emociones, aunque de igual modo mis mayores angustias. Es lo que tiene el amor no correspondido, pero no por ello despreciado. ¿Cómo iba yo a relegarlo? Desde el primer instante mi espíritu se alió con todo lo que me orillase a tu presencia. Tú pasaste a ser el centro de gravitación de mi existir, aún yo sabiendo que para tí era un simple escribiente…” y así finalizaba el pobre hombre… “Lo siento. Sea mi condena que nunca más escriba una carta de amor. ¿Cómo pude ser tan cobarde, como tan irresponsable? Enamorarme de tu mejor amiga… De nada vale pedirte perdón o decirte te amo; lo sé.”  Ya no hacen falta más palabras, como dejó escrito Cioran… “Los charlatanes no frecuentan farmacias”… “Escribo para no golpearme”.
 

El Sr. Eduard, el último escribiente de Barcelona, con su vieja Olivetti, dejó de escribir en 1992.
 
 
 

1 comentario:

  1. Excelente repaso a una historia que se olvidaba y que es necesaria saber y recordar

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