al príncipe y al mendigo ( Diario de León - 04/08/2013 )
emilio gancedo 04/08/2013
Aquí no miramos cuántas corbatas trae el
paisano, si tres o una», dice Maxi desde su baluarte omañés, un
mostrador de mármol abierto a todos los vientos tras el cual ofrece
bebidas espirituosas, cajas de galletas, cartones de leche, latas de
conservas y chucherías, y también una espectacular báscula de
fabricación belga que contará con más de cien años.
—¿Y funciona?
—Todo lo que ves aquí funciona... menos el paisano.
En
Casa Maxi, establecimiento con mucha solera orillado en la carretera
que sube a Murias de Paredes, a la altura de Vegarienza, todo el mundo
se siente como en casa porque en una casa está. La cantina-ultramarinos
se abre a la gran cocina y desde allí divisa el parroquiano a Selima y a
Ana trajinando con las cazuelas, y escucha ese cúmulo de ruidillos y
murmullos hogareños tranquilizantes y casi adormecedores: el borboteo
del agua, el rítmico chasquido del cuchillo, la conversación familiar y
despreocupada, Ana Blanco dando el ‘parte’... Cacarean las gallinas,
cantan los pájaros y charla la concurrencia en Casa Maxi sobre leña y
veraneantes, o sobre un vetusto y muy sólido Land Rover, y Maxi atiende a
este y a aquel con su franca sonrisa y sus flacas carnes, levitando,
más que andando, al trasladarse de uno a otro rincón. Y quien decida
quedarse a comer ha de cruzar antes la cocinona —por fuerza, pues media
entre el bar y el comedor—, y saludar a la madre y a la hermana y a
quien ande por ahí, y contemplar el espectáculo de la carne y el arroz y
el bacalao y otras cosas deliciosas y contundentes cociéndose al fuego
lento, segregando sabor. Y se da cuenta de que lo que en breve engullirá
es lo mismo que tienen estas gentes para su propio menú diario, de ahí
que la confianza sea total y las ganas de amodorrarse en el sofá cercano
después del condumio, realmente difíciles de dominar.
El
establecimiento lo montó un tío del abuelo de Maxi y en él no se vendía
aceite, azúcar o café, no, se cambiaban al trueque por las cargas de
centeno que traía la vecindad. La Casa del Campesino la llamaban, porque
el hombre procedía de Campos, y luego Casa Anita, y cuando Maximiliano
era rapaz seguían vendiendo todos aquellos productos que no daban las
campas y montes omañeses aunque ya circulaba algo más el dinero. «Eso
sí, lo llevaban fiado y lo pagaban en otoño, cuando vendían un jato o
una vaca».
También tenían zapatillas, aceite ofrecido con un gran
dispensador que conserva la familia en otro edificio junto a más
antigüedades comerciales, y los pellejos de vino que traían desde
Valdevimbre pero, sobre todo, desde Toro. «Iban en carro dos veces al
año hasta allí y traían bocois de 60 cántaros, quince días tardaban».
El
tipo les solía dar bacalao para comer, luego probaban el vino «y por
eso no sabían si era bueno o era malo», ríe nuestro paisano. De muy
pequeño a Maxi no le dejaban meterse detrás del mostrador («tenían miedo
de que bebiera más que los clientes») y tan trastín era que el padre
tenía que poner una cancilla en la puerta para que no saliera a la
carretera. Fue a la escuela junto a los otros cuarenta chavales y
chavalas de la aldea (antes, 150 habitantes, hoy no llegan a treinta) y
pegaba al balón y a una rueda de bici con un palo.
Acabó
regentando este bar-tienda-restaurante de los que hoy ya no quedan casi
en ningún sitio y contó entre sus visitantes ilustres con el muy
pescador Fraga y, más recientemente, con Joan Manuel Serrat. «Comió y
bebió como un general. No dejó ni las migas en el plato. Y no paraba de
mirar las enormes vigas del techo. ‘Mira que he estado en sitios... y
nunca vi nada igual’, decía», rememora Maxi. Porque casi todo es de
casa. Del samartino propio. Y el cocido con el llosco o lloscu
omañés —costilla, espinazo y rabo— y el pote de berzas son platos que
adquieren aquí visos medievales y dignos del mismísimo Pantagruel. «Aquí
se atiende igual al gobernador que al gitano, y además por riguroso
orden de llegada».
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