Un tendero de los de siempre…
papel de estraza en la mano y la lata del pimentón nuevo.
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…Aquellas que ayudaron a quitar
mucha hambre en los tiempos duros de la posguerra, y también más para acá,
cuando los obreros y obreras cobraban pocas pesetas y había que dejar apuntado
en la libreta de la tienda, las cosas necesarias para sostener la casa y sus habitantes. Eso
sí, a finales de semana o de mes, lo primero que hacía el ama de casa era ir a
pagar la cuenta a la tienda; y además ese día, si sobraba algo de dinero, se
compraban unas galletas María en cucurucho
para los pequeños y la abuela, aquellas que venían en caja de lata. Si
no hubiera sido por esos tenderos que fiaban… no habían comido las 2/3 partes
de los españoles; había que hacerles un monumento a esas tiendas y a sus
dueños… la de hambre que quitaron y muchas ni llegaban a cobrar. Los que
tenemos cierta edad y somos de pueblo, bien sabemos la función social que las
tiendas tuvieron en aquellos años que se prolongaron demasiado en el tiempo.
La tienda, bar, ferretería,
alpargatería, mercería…sala de reuniones sociales…de uno de nuestros Pueblos.
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Eran unos años en los que escaseaba casi todo y sobre todo el dinero contante y
sonante para hacer frente a las necesidades primarias para el sustento. Las
libretillas llenas de manchas de grasa o los papeles de estraza con los nombres
de los clientes escritos a lápiz acompañados de las pesetas y los reales que se
iban dejando a deber en esas tiendas, podrían contarnos las penurias que muchas
familias pasaron en aquellos tiempos y que gracias a los propietarios de esos
establecimientos, les fueron más llevaderas y en no pocas ocasiones, gracias a
su ayuda, pudieron salir adelante. Existió aquella época en la que no se tenía,
ni tan siquiera imaginación para desear cosas que, desde todo punto de vista,
estaban fuera de nuestro alcance en los pueblos y, sobre todo, fuera de las
posibilidades de los bolsillos de sus habitantes.
Al buen bacalao y la bomba de
aceite que había que llevar el recipiente de casa.
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Eran los tiempos en los que
distintos artesanos y comerciantes ambulantes aparecían periódicamente por los
pueblos ofreciendo su trabajo o sus mercancías. Así, siempre había un gitano
especialista en restañar las heridas de los objetos de hojalata que tanta
utilidad tenían en los hogares, otros ofrecían su quincalla a cambio de
productos agrícolas, o las trenzas de pelo que guardaban las mozas para
adquirir su ajuar a la hora de casarse…las amas de casa rebuscaban en los
bolsillos del delantal las pesetas con las que pagar la compra; otras veces
sacaban del canasto los huevos, o el conejo que hacían las veces de dinero
(trueque) y lo cambiaban por fideos, aceite, alpargatas…y en las más ocasiones
con pocas palabras, entre dientes y casi a media voz le decían aquello de:
“cuando mi marido cobre te traigo el dinero, sin falta.” Josefa, la tendera,
respondía, como siempre: “No te preocupes mujer, ya pagarás cuando puedas”.
También había tiendas
ambulantes.
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Bobinas de hilo blanco y negro de La Cometa,
en sus verdes cajas que, una vez vendidas las bobinas, reservaba a las
muchachas que se las habían pedido para guardar sus “cositas”, los ovillos y
madejas de hilo para bordar o hacer ganchillo de La Dalia o El Áncora, telas de
Vichy, percal, lienzo blanco… para la confección de delantales, batas,
camisas o vestidos; la cinta elástica fundamental para que todas las prendas se
ajustasen a la cintura; botones, corchetes, cordones...Prendas de vestir como
los calcetines, camisetas o algún que otro saquito o rebeca, las medias y los
velos, las sandalias de goma, las modernas katiuskas o las alpargatas de suela
de goma.
Paulatinamente iban ofreciendo a los incipientes consumidores más y
más cosas que pronto abarcaría todo lo que podía ser requerido por los
lugareños de la época: Materiales diversos de ferretería y para la agricultura,
salazones como bacalao o arenques, el azúcar, el arroz, los fideos, la harina
de sémola o la de trigo; las
inalcanzables, por sus precios, latas de atún o de sardinas en conserva, el
melocotón en almíbar. También
las pastillas de concreto y áspero jabón, como ladrillos para edificar la
higiene de posguerra. El chocolate, con sus pequeños cuentecillos,
vendido onza a onza, a lo sumo un cuarterón, el Elorriaga con almendras, las
chucherías propias de la época: caramelos, chicles, regaliz; las galletas María
y Reglero, el dulce de membrillo, Flanín El Niño, bien para hacer natillas o
flanes. Analgésicos como la Cafiaspirina, el Okal o el Optalidón, el algodón y
el esparadrapo, el bicarbonato en su doble vertiente culinaria y medicinal, o
los productos desinfectantes tales como el agua oxigenada o el alcohol. Los
útiles de escritura para la escuela: pizarras con pizarrines y los cuadernos de
caligrafía o matemáticas de Rubio.
En los buenos barrios
señoriales, en los años treinta de una gran ciudad, parece ser que era Navidad.
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En
las tiendas casi siempre había un molinillo de café manual, la cuchilla de cortar
el bacalao, un bidón grande y negro con una bomba manual para el aceite; el
cliente tenía que llevar el recipiente de casa (alguna zarracina se preparaba
cuando la botella con el corcho se volcaba en la cesta de la compra), aquellas
cajas redondas con los salazones, generalmente arenques, o colas de bacalao.
Las balanzas aquellas de plato…con el paso del tiempo, y sobre todo en las
ciudades, comenzaron a poner carteles del tipo…“Hoy no fío, mañana sí”, “Fiar
es cosa ingrata, se pierde el amigo y se pierde la plata”, “Como
es tan duro pagar y tan penoso cobrar he resuelto no fiar”, “El que fía no
está aquí: salió a cobrar”, “Páguelo en tres contados: Sacando, contando
y pagando” …y así varios avisos para los malos pagadores. Sin embargo, a los humildes
y honrados trabajadores, siempre los tenderos les fiaron.
Como todo se vendía suelto, el olor
de las tiendas era una mezcla del de los arenques, el bacalao, el aceite, el
café, los escabeches, los jabones, los estropajos de cáñamo, los quesos, el
saco de patatas y todo lo que podáis imaginar. Un olor único que se ha perdido
para siempre.
Allá por principios del siglo
XX, una tienda de Ultramarinos y Coloniales familiar.
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Buen y entrañable articulo. Me ha llegado a lo mas hondo del alma y de las canas que ya pueblan mi cabeza. Aunque mi infancia transcurrió en un barrio obrero de Madrid, mis recuerdos y sensaciones son los mismos que los descritos.
ResponderEliminarGran oda a la melancolía en tiempos de feroz globalización.
¿Alguien recuerda como se llamaba la pequeña cantidad que el comerciante añadía de propina a la cantidad comprada?.
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