Autor: Ricardo Herreras
Quienes somos nostálgicos nos parecemos un poco a esos locos que corren tras la brisa a fin de refrescarse con la misma. Dicen que la nostalgia es un sentimiento inútil; es posible, en cualquier caso yo personalmente admito que no puedo librarme de ella. Y mucho menos llegando determinadas fechas.
Porque el 11 de noviembre (festividad de San Martin o de “San Martino”) fue un día lleno de recuerdos. A buen seguro que las nuevas generaciones abducidas por todo lo que huela a multimedia no sabrán de qué estoy hablando, pero todavía hasta finales de los años 70´ en Mansilla de las Mulas se celebraba – ininterrumpidamente desde la Edad Media – la que era sin duda una de las más importantes y espectaculares ferias ganaderas a nivel nacional, nada que ver con el desangelado e impersonal evento multisectorial del presente.
Los que en ese tiempo éramos niños y vivíamos en pueblos cercanos contemplábamos, entre atónitos y embelesados, desde más de una semana antes y procedentes de todos los rincones de España, el interminable trasiego de incontables rebaños de ovejas merinas escoltadas por enormes perros mastines, vistosas reatas de mulos y asnos guiadas por altaneros mayorales a caballo, familias enteras que viajaban en carros engalanados bien cargados de productos hortofrutícolas o de la reciente matanza (es sabido que “A cada cerdo le llega su San Martín”) de ese marrano criado con tanto mimo en casa durante meses inundando literalmente el Camino Real Francés y la antigua calzada romana en dirección hacia dicha localidad leonesa.
A tan famosa cita anual en la enorme, abarrotada y colorida explanada junto a las murallas medievales de la villa no podían faltar aquellos entrañables tratantes (también llamados “muleteros” o “chalanes”, en su mayoría gitanos, enseguida distinguidos por su peculiar atuendo: blusa de tres cuartos negra, tralla en mano, cuerda terciada sobre los hombros, cabeza tocada con una gorra visera, boina o sombrero) y charlatanes (a los que recuerdo como bastante más simpáticos y en el fondo honestos que muchos de los dirigentes políticos que padecemos en la actualidad) intentando venderte los productos más extraños y variopintos con sus shows de labia incontenible. Ni la compra de la tradicional ristra de ajos para su siembra inmediata (“Por San Martino, el ajo fino”) ni mucho menos la muy agradecida degustación de ese riquísimo y típico plato de bacalao preparado al estilo mansillés, acompañado de cecina de chivo en los entrantes y regado con buen vino de la tierra.
Eran los últimos coletazos de un mundo rural ya condenado sin miramientos ni consideración al ostracismo desde por lo menos los años 60´, despreciado después para librarnos de nuestro vergonzante pasado pueblerino y subirnos así al tren de la modernez que trajo la también hoy cuestionada (sí, por aquello de “la división internacional del trabajo”, Alemania y Francia nos convirtieron, con la complicidad de algunos politicastros, en un “país servicios”, eufemismo que esconde la triste realidad de un “país de bares y chiringuitos playeros”) entrada en la entonces CEE, momento en el que fue apuntillado de forma casi definitiva.
Un mundo rural en ningún caso idílico, pero que se corresponde con mi infancia. Y quien ha vivido la infancia en un pueblo sabe lo especial que ello resulta. Quizás por eso rememoro ahora dicha época con una pátina de tenue nostalgia y esquiva benevolencia, como suelen hacer quienes – como un servidor – nunca hemos terminado de ubicarnos en ninguna parte al haber vivido a caballo entre los estertores de lo que despectivamente se tildó como “viejo” y entre el principio de lo que efusivamente se abrazó como “nuevo”.
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