Autor: Toño Morala
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Estampa de un joven botijero con su burro y sus botijos resguardados de golpes.
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Qué tiempos aquellos en los que había que
reparar todo y de todo; desde el balde de
zinc, las potas, hacer aceiteras de hojalata… comprar botijos y vasijas
de barro para la casa; las cántaras de la leche, los platos y fuentes; cántaros, botijos, barriles, macetas,
y aquellos largueros para los ricos escabeches… los tanques para el agua… y un
largo etcétera que no cabría en el
papel. Y casi siempre eran incansables
mujeres en paciente espera las que tendían sus buenos productos en las calles
en ferias y mercados.
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Juan ‘El culebrón’, hojalatero y estañador.
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Hay que acordarse de aquellos hombres y mujeres que
trataban con estos valiosos productos para la
buena marcha de las casas y sus
habitantes. Generalmente eran vendedores o reparadores de cosas ambulantes, no
tenían paradero fijo, y solo en los largos inviernos regresaban a sus pueblos y
aldeas. También los había que recorrían ferias y mercados por toda la provincia
con sus carros, bicicletas o
caballerías; extendían sus mercancías y cachivaches, como se ponían a
reparar en plena calle todo aquello que estaba roto.
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Cacharreras en un
mercado, finales de los años sesenta. |
La imagen de las
cacharreras en las ferias era hasta hace poco tiempo, una imagen llena de
colorido de los diferentes artilugios
para las cocinas y las despensas. También llevaban cucharas y tenedores,
cuchillos y navajas… En todos aquellos años de trabajo, sus ingresos les permitieron
sacar adelante a su familia y tienen un buen recuerdo de su trabajo y del tipo
de vida, pues les gustaba relacionarse con la gente y especialmente, con sus
compradores, a quiénes consideraban como amigos, y no creen que sus primeros
años de trabajo, desplazándose a pie, fueran penosos, incluso, atribuyen su
actual buena salud al esfuerzo físico entonces realizado. Este comentario lo
decían los buenos estañadores y hojalateros.
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El municipal y la
cacharrera en plena calle. |
Los hojalateros valiéndose de las
herramientas propias de su oficio y utilizando la hojalata como principal
materia prima, han fabricado tradicionalmente un gran número de objetos, de muy
variado uso. Dentro de la profesión los especializados en la construcción de
artículos de empleo sobre todo doméstico (cazos, embudos, aceiteras, marmitas,
vasijas, etc.), eran conocidos como hojalateros de banco, algunos, primero
fabricaban en los fríos inviernos, y luego salían a vender por esos caminos de la
vida. El oficio hasta avanzado el siglo pasado tuvo entre nosotros un carácter
artesanal, que se fue perdiendo en la medida en que cambiaban los
procedimientos de fabricación con la creciente utilización de las máquinas. Sin
embargo, quedan algunos profesionales que siguen construyendo los bienes
"de siempre" con los procedimientos tradicionales, aunque su destino
es distinto al pasar de su uso en la vida cotidiana a la utilización en muchos
casos como artículos decorativos. Algunos hojalateros de banco también
fabricaban efectos para el campo y faroles para los ferrocarriles.
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Hojalatero de banco, haciendo una aceitera.
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"Se me come todo", dice, habla de la humedad
del pequeño local donde trabaja… mientras agarra una alcuza a medio tornear y
la coloca entre sus piernas, para mover el latón entre unos dedos deformes, pero
sorprendentemente hábiles con las tenazas y las tijeras de chapa. Sobre el
taburete, el hojalatero, tiene unos patrones recortados de periódico y
utilizados muchas veces, de modo que toda la producción sale igualada, con una
precisión artesanal casi de orfebrería. "Es que yo soy un '' perfeccionista”,
dice. Le gusta silbar durante la tarea,
y a intervalos, completa el fraseo de su copla. “Triniá, mi Triniá…” Cuando remata el estribillo suena siempre un
martillazo, que rompe la cadencia de la voz con su propio acento bronco y
rotundo. "Algo tu vida envenena / qué tienes en la mirá / que no me
pareces buena / Triniá / mi Trini / ay, mi Triniá…" Así lo cuenta uno de
los hojalateros ya jubilado. Y cuando tiene la certeza
de que una sacudida en la chapa ya no es perturbadora, cachetea la superficie
pulida y reanuda el trajín. El hojalatero deja hablar a
todos, hasta que la cháchara es un barullo. "Se cierra el quiosco”, dice.
Y empieza a ordenar el cuarto. Suena el zinc, como en una orquesta enloquecida,
cuando chocan algunas piezas. Las aceiteras casi no se usan. Huele en el
pequeño recinto a azufre, a estaño quemado. Fuera, la hora de la cena vacía la
calle.
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Cántaros y vasijas de buen
barro para las casas y las mozas de buen agrado.
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Quién no se
acuerda del bueno del “Tigre de ViIlahibiera”, el hombre que fue estañador y
hojalatero y que recorrió media provincia con aquella dyane 6 tirada por un
burro. Lo mismo arreglaba una pota a una señora que construía los canalones
para el tejado de una casa. Y todavía sigue por Villahibiera, ya algo mayor, y
dice que le falla la patata, pero sigue adelante con su vida de jubilado. Y quién no se acuerda de aquellas hermanas
cacharreras de Mansilla de las Mulas, Isabel y Bernardina Brezmes del Pozo y su
hermano Ángel… las que vendían en la tienda y en la plaza del Pozo en ferias y
mercados…las que llegaban a Jimenez de Jamuz a comprar cacharros de barro a los artesanos de la arcilla… o
aquellas otras “componedoras” Pepa y Argimira que recorrían pueblos y tenían un
pequeño taller en la Villa de Mansilla, y que arreglaban de todo.
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El
tigre de Villahibiera, fue estañador y viajaba de un lado a otro de la
Provincia de León |
Y así se paso un tiempo casi
olvidado de remaches y más remaches; de barra de estaño y soplete de
gasolina…de miradas altivas a los posibles compradores en las ferias y mercados
de la provincia, de aquellas cacharreras nobles y trabajadoras; así pasó un
tiempo de anécdotas dolidas, y otras de ironía y risas… como aquella que me
contaron hace un tiempo, y que dice así… “Era tiempo de mercado, se juntaban en
la plaza con boina calada y pañuelo de
cuatro puntas, el afilador, el hojalatero, y un montón de ambulantes de pericia
para la venta de lo que fuera…al poco rato,
apareció un largo coche negro de aquellos americanos que alguien de
ministerios de la época utilizaba con
banderines…entre la comisura de los labios tiznados de tabaco, guiñó un ojo al
afilador, y le dijo el hojalatero… “hay que ve mare mía a donde hemos llegao los metalúrgicos…”
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El hojalatero componiendo un cacharro de metal.
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Cómo se llamaba el de la última foto mequstaria saverlo
ResponderEliminarSegún Toño Morala, autor del artículo, nos ha dicho que se llama Salomón Margolles, hojalatero de Colunga. Éste es el enlace donde habla de él.
ResponderEliminarhttp://www.amargolles.net/?p=446