Héctor Bayón Campos
Dedicado in memoriam a todas esas personas del campo que, debido al coronavirus, tuvieron que abandonar este mundo de manera prematura. Que la tierra, vuestra querida tierra labrada, os sea leve…
—¿Pero cómo sois tan “frioleros” en
la ciudad? ¡Si lo de ahora ya no son inviernos, antes sí que había carámbanos en los tejados! —decía Antonio con rotundidad a sus
urbanitas yernos.
Sabía de lo que hablaba. Porque en Gusendos,
donde él vivía, el “General Invierno” ya no era tan fiero. El cambio climático lo había trastocado todo, y él, como buen agricultor
experimentado, se había tenido que adaptar a las circunstancias. Sus hijos
políticos eran bastante escépticos respecto al tema. No llegaban a ser
“negacionistas” pero poco les faltaba. Como ellos venían de “la capi" y no
habían cogido un azadón en su vida… ¿qué iban a saber ellos de “la Madre
Naturaleza”?
Pero,
desgraciadamente, las evidencias climáticas no engañaban: en los últimos cien
años la Tierra había registrado un aumento de temperatura de entre 0,4 y 0,8
grados centígrados. Esto lo sabían muy bien las gentes del campo porque vamos a
ver, hablando claro, ¿quién necesita meteorólogos habiendo agricultores?
Y es que siempre se ha dicho que el cielo raso,
límpido y soleado de “los Oteros” no tenía secretos para los labradores
de la zona. Porque a lo largo de la historia universal, y en todas las
civilizaciones, siempre han sido los verdaderos arúspices de la meteorología.
Además, nuestro querido Antonio, el agricultor
más informado de esta comarca leonesa, consideraba que con “su cultivo” estaba
ayudando a combatir el cambio climático y a disminuir el efecto invernadero. Cuando
esto lo oyeron sus advenedizos yernos alucinaron y esbozaron una leve sonrisa
maliciosa. Mejor dicho, pensaron que su suegro estaba exagerando ¡y bastante! Sin embargo, Antonio no iba muy desencaminado.
En un breve discurso digno de la COP25 (Conferencia de las Naciones Unidas
sobre el Cambio Climático 2019, Madrid) les explicó, con todo lujo de detalles,
que las lentejas (y otras legumbres del terruño) eran capaces de atrapar el
nitrógeno de la atmósfera y de fijarlo en sus raíces como amoníaco. Además de
liberar fósforo en la tierra para hacerla más fértil y resistir mejor el
agotamiento del suelo…, oye ¡cuánto se aprendía escuchando a los paisanos de “los
Oteros”, qué sabiduría tan ancestral!
Ellos no le creyeron del todo, pero como
tampoco era un buen plan contradecir al suegro se callaron por respeto. En
esto, llegó la hora de la comida y la familia al completo se sentó alrededor de
la mesa. Hum… ¡qué rico olía! Las famosas lentejas, cocinadas por el anfitrión
de la casa, estaban listas ¡menudo manjar de dioses! Eran las más codiciadas de
la comarca. Cuando Antonio iba a venderlas al mercado de los martes en Mansilla
de las Mulas ¡se las quitaban de las manos! Así que fíjate que no harían
por un plato de lentejas bien hechas, acompañadas por un rico chorizo ahumado
de la montaña leonesa…
Claro,
a sus jóvenes yernos se les “hizo la boca agua”. No era para menos. Ese
delicioso sabor arcaico, de gastronomía hecha “a fuego lento”, impregnaba todas
las estancias de la casa. Pronto se hizo el silencio en el comedor. Esto era
una buena señal porque allí nadie hablaba, simplemente comían y bebían unos buenos
“vasos” de vino DO León… ¡qué aproveche! ¡Gracias!
Cuando
todos terminaron de almorzar y se iba acercando la hora clave del chupito de
orujo blanco, ese que limpiaba las “tuberías” del cuerpo; uno de sus yernos, a
priori el más incrédulo, tomó la palabra y dijo:
—Antonio, abjuro de mi negacionismo militante.
Este plato está buenísimo. Cuando
vuelvas a sembrar lentejas yo vendré a ayudarte; todo sea por combatir el cambio climático. Aunque también me gustaría
brindar por la preservación del patrimonio natural de “los Oteros” y por
la conservación de los palomares que hay por esta magnífica zona de
sinuosos terrenos… Suegro, yo no soy ningún pirata pero le aseguro con la copa
en la mano que “la vida en el pueblo es la vida mejor”.
Antonio,
visiblemente emocionado, miró a sus hijas con ese amor incondicional de padre
feliz que está disfrutando, saboreando, de una buena sobremesa rodeado de los
suyos. Y sin mediar palabra, se levantó de la silla y le dijo a su yerno:
—Gracias
por tus palabras, hijo. Como habéis comprobado aquí el tiempo se detiene. Se
vive de otra manera, más libre, sin las ataduras ni las prisas de las ciudades.
Estamos en un permanente idilio con la naturaleza, y ésta, siempre nos da, nos
ofrece, lo que necesitamos. Las lentejas que hemos comido hoy son un buen
ejemplo de ello. Por eso somos tan felices porque en el pueblo nada nos
falta. Ah, por cierto, el próximo año os espero en la siembra…
Y
así fue como el inconfundible sabor de unas lentejas aceleró la conversión de
unos escépticos climáticos. No es por nada, pero arrepentidos los quiere el
medio rural...
Con todo el respeto:
ResponderEliminarEn Gusendos a día de hoy no está sembrada ni una emina de lentejas, que por cierto, no liberan fósforo porque eso es edafológicamente imposible. Por otro lado, la lenteja es un cultivo absolutamente mecanizado que no requiere de ayuda ninguna. El tal Antonio en consecuencia, es un farsante.
Aquí le dejo unos enlaces ilustrativos.
ResponderEliminarhttp://leonsurdigital.com/art/8162/la-produccion-leonesa-de-lentejas-se-concentra-principalmente-en-gusendos-y-santas-martas
https://www.lavanguardia.com/natural/20170410/421523874466/legumbres-efecto-invernadero.html
De todas formas, le agradezco su lectura. Un saludo. Héctor.