01/08/19 Héctor Bayón Campos
Desde esta Tribuna me gustaría difundir una tradición oral
muy arraigada en la provincia de León. Es una historia que merece ser contada
entre amigos, reunidos al calor de la lumbre, en una de esas noches frías de
enero…
Siempre se ha dicho que los cuentos ocurrían en tiempos
pretéritos y en localidades perdidas, pero este cuento no va por ahí porque
tiene una fecha concreta y un lugar claro de ubicación: la de los ríos Esla y
Porma situada en Villaverde de Sandoval, provincia de León. Corrían los años 80
y en la aldea reinaba la tranquilidad más absoluta. Los vecinos seguían con sus
quehaceres diarios, normalmente relacionados con las tareas agrícolas y
ganaderas. Nada hacía presagiar algo raro pero el 19 de agosto de 1989, la
víspera de San Bernardo, sucedió lo inesperado…
Después de una maratoniana mañana de trabajo varios del
pueblo decidían coger sus bicis e irse a la rasera del río para darse un
merecido chapuzón vespertino. La canícula apretaba, y los rayos del sol
empezaban a declinar. De repente comenzó a relampaguear —mal sitio este cuando
se barrunta tormenta— pero ellos, rebosantes de imprudencia, se quedaron allí
mientras se bebían un vino que les había traído el gaseosero. Decían que
querían disfrutar del momento, y (mal) guiados por la embriaguez y un falso
valor se subieron a un neumático de tractor, a modo de flotador gigante, para
bajar aguas abajo hasta llegar a la desembocadura del Porma.
Les esperaba una divertida odisea y llegar al Esla era su
meta final, aunque la noche se cernía y empezaba a llover de manera furibunda.
Los chicos avanzaban, incluso uno de ellos se puso en pie pero al alzar la
mirada en lontananza vio algo inexplicable: un monstruo fluvial que tenía
cuerpo de toro, cabeza de hombre y dos alas enormes de águila que le permitían
volar.
El ambiente se tornaba infernal, como marinos emulando a
Ulises se agarraron con todas sus fuerzas al neumático. Sus vidas pendían de un
hilo, habían perdido el control de la nave y las inclemencias meteorológicas
hacían imposible cualquier atisbo de esperanza. El barquero Caronte se
acercaba... en breve, y si nadie lo remediaba, sus almas pasarían del río Porma
al río Aqueronte. Sin embargo, cuando todo parecía perdido aquel toro alado
embistió al neumático de manera feroz e invitó, con un mugido ensordecedor, a
los jóvenes a subirse a sus lomos.
Montados ya en el animal, este comenzó a volar y a surcar
los cielos escapando de una muerte segura. La doble avenida de chopos quedaba
atrás y los muchachos, asustados de tanto viajar por las nubes, pensaron que
estaban inmersos en el sueño de una noche de verano o que, quizá, ya habían
abandonado la vida terrenal. Pero no, porque sus cuerpos (y sus almas) todavía
seguían por estas latitudes. El temporal amainaría, y a la mañana siguiente
aparecerían exhaustos en el interior de la Panera, un monumental edificio anexo
al convento cisterciense del pueblo.
Mientras tanto el vecindario estaba alborotado y reunidos en
concejo habían convocado una hacendera, pero no para limpiar la maleza de los
caminos sino para buscar con ahínco a los desaparecidos. Mayores y pequeños se
sumaron a la iniciativa mientras la Benemérita también seguía el rastreo por
las aldeas cercanas. Además ¿quién iba a pensar que estaban sanos y salvos en
la Panera?
Después de unas horas de angustia, aparecieron por su propio
pie en la plaza donde se hacían las fiestas. Los banderines ya estaban puestos,
pero la paellada popular se había suspendido… ¡qué granujas! ¡Menudo susto
habían dado al pueblo! Claro, (casi) nadie creyó su versión, ya que muchos
vecinos pensaron que simplemente habían estado borrachos como cubas, y que sus
visiones eran producto de la embriaguez. Solo una anciana mujer, que había sido
la maestra de Villaverde, dio crédito a lo que contaban y con todo lujo de
detalles les relató la desconocida leyenda de La Mesopotamia leonesa;
explicándoles que cuando las ciudades mesopotámicas de Asiria cayeron en manos
de babilonios y medos en el siglo VII a.C., varios Lamassus (esculturas de
divinidades protectoras con forma de toros androcéfalos alados que se colocaban
a la entrada de los complejos arquitectónicos asirios) huyeron por el éter
hasta Occidente y se refugiaron en los dos ríos que, según las crónicas
antiguas, evocaban más fielmente al Tigris y al Éufrates.
Y que no salga de aquí…, pero en la actualidad algunos
comentan que estos seres mitológicos siguen estando por la zona aunque solo se
dejarían ver los días de tormenta. ¿Quiere usted, amable lector/participante de
este Filandón, acercarse a la junta de los ríos y comprobarlo? Seguro que le
encantará el lugar porque tiene un paisaje (fértil) que enamora, que te
transporta a otros mundos, a otras civilizaciones…
Por cierto, que no se me olvide. Años más tarde aquella
maestra aseguraría a sus familiares más directos que en el siglo XV existió un
abad que conocía esta leyenda y que mandó construir dos Lamassus en piedra para
que custodiaran las puertas del conjunto monástico. Debieron de ser unas
esculturas tan espectaculares que incluso el ilustrado Gaspar Melchor de
Jovellanos visitó la zona en 1795 con el firme propósito de encontrarlas. Pero
no las halló, y actualmente nadie sabe su paradero aunque entre los vecinos se
comenta que podrían encontrarse enterradas en el claustro. Por lo menos, eso es
lo que se oye al salir de misa… La verdad, es que el Monasterio de Santa María
de Sandoval alberga una de las leyendas más fascinantes del Camino de Santiago.
Epílogo: mantengamos vivas las tradiciones leonesas: el
Filandón es un patrimonio cultural e intangible que no debemos perder. Y no lo
duden, todos los pueblos (incluido el suyo) tienen su historia, su mitología.
Simplemente hay que escuchar a nuestros mayores, a los verdaderos artífices de
la sabiduría popular. Por eso deseo que este misterioso cuento se siga
transmitiendo a las generaciones venideras. Sería el mejor de los legados…
Tal como sucedió lo cuentan...
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