MÚSICA Ángel Barja Iglesias falleció en 1987, hace treinta años que se fue este músico "silencioso e infatigable". El paso de los años, los recuerdos de sus amigos, la magnitud de su obra agranda su figura, demasiado olvidada.
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La madrugada del 12 de febrero de 1987 se fue Ángel Barja Iglesias. Entonces demasiado en silencio y con rabia de muchos amigos. «A este hombre, que personificaba la beatitud bíblica y pacífica, se lo llevó el destino, sin ningún derecho, por la puerta falsa; y eso subleva el coraje, porque si el destino puede ser cosa de los dioses, no es menos cierto que son los hombres los encargados de escribirlo. Y a Barja se lo escribieron con caligrafía tosca y provinciana. (...) Si se me disculpa la exageración fue León quien empezó a matar a Barja, aunque su final lo rubricara un parte clínico», escribía Pedro Trapiello en La Crónica de León el 13 de febrero, en su obituario.
Juan Luis P. López, crítico de música en el mismo periódico, reparaba en que sólo en la hora de su adiós le llegaran los reconocimientos, que ya eran tardíos. «Resulta paradójico que alguien como Barja, dedicado íntegramente a la música en todas sus facetas durante quince años, salte a la palestra precisamente ahora, como si hubiera sido un perfecto desconocido durante todo este periodo».
Fue un hombre sensible que trabajó en condiciones casi siempre adversas
A mis ocho años, con mi amigo Manolo, juramos solemnemente que seríamos músicos
Ahora, en el años del treinta aniversario de su muerte y mientras se celebra una 29 edición de su Memorial que extrañamente ni tan siquiera ha sido presentado, es bueno reconocer que su figura siguió agrandándose después de su fallecimiento con el Memorial y con las palabras de tantos amigos que se rebelaron contra el olvido de este gran músico y hombre bueno.
Antonio Pereira decía que «temprano madrugó la madrugada para el acorde final de la vida de Ángel. Sonó el teléfono y fue un dolor, pero no fue ninguna sorpresa. Habíamos alimentado las esperanzas del amigo, que eran nuestras propias esperanzas, como si así pudiéramos anular unos presagios que se anunciaban inexorables. Ahora todo se ha consumado y quedan la admiración y el recuerdo».
Samuel Rubio también incidía en la peripecia vital del amigo. «Ante todo fue un hombre sensible, con lo que conlleva eso; luchó con un drama interno muy profundo, en el sentido de que durante toda su vida luchó por conseguir tranquilidad para trabajar, que no siempre logró, pues las circunstancias que le rodearon le fueron frecuentemente adversas. Estoy convencido de que su enfermedad fue producto también de esa lucha interior. Para el mundo de la música supone una pérdida vital».
Marga Merino escribía: «Hablaré del personaje con mayúsculas, del que supo ser siempre generoso con quienes nada le daban y todo le quitaron invadiendo tu espacio de quietud para la propia obra, porque fuiste un hombre acurrucado en un estrecho hueco, un hombre que se atrevió a pasar de puntillas por su tiempo difícil arropándose en la humildad que sólo son capaces de asumir los verdaderamente grandes».
Antonio Gamoneda le envió una ‘carta sin fecha’ con un poema que comienza «más allá de la lluvia crece la música de Ángel Barja» y una postdata que finaliza: «No eres más que memoria y, por eso mismo, hay que tratarte con especial cuidado. Que digan de tí quienes te amaron y te escucharon, a condición de que sientan vergüenza. Que te honren unos y otros en lo que queda de tí: en tu música, en tu mujer, en tu hija. Pero que nadie quiera sacar provecho de las honras, porque la generosidad, como la música, debe hacerse desde el silencio».
A mis ocho años, con mi amigo Manolo, juramos solemnemente que seríamos músicos
Se podría seguir y seguir... Parece evidente que con lo recogido es suficiente para imaginarse la magnitud de la figura de este músico nacido en Santa Cruz de Terroso y que dejó otro documento humano impagable, su propia biografía escrita para la revista de la Casa de León en Madrid. «Para dar una visión global de mi vida debo remontarme a los primeros años de mi vida, a los cinco o seis años, cuando me escapaba de casa apenas oía sonar la Banda por las calles de mi pueblo. Me metía entre los músicos y miraba sus partituras con asombro y felicidad», recuerda de su infancia, para añadir un entrañable ‘juramento musical: «Tenía yo un amigo que se llamaba Manolo y cierto día, a nuestros ocho o nueve años, practicamos un rito inolvidable. Nos fuimos a un prado alejado del pueblo, nos cogimos de las manos mirándonos a la cara y después de haber pronunciado en voz muy alta todos los tacos que sabíamos, juramos solemnemente hacernos músicos».
Y Ángel Barja cumplió su juramento, completando una impresionante biografía musical que, en su caso, es mucho decir que «pareja» a la humana. Y, por suerte, hoy más conocida aunque aún demasiado olvidada.
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