Se colocan las mortajas y con ellas salen a las calles. Hombres, mujeres y niños. Son los ofrecidos. Agradecen al Santo Cristo haberse salvado de la muerte, una enfermedad, un accidente. Cada 3 de mayo siguen una antigua tradición de ánimas. Es la Procesión de los Amortajados de Quintana de Fuseros. Sólo se ha suspendido dos años, los de la pandemia.
Susana Vergara Pedreira. 2 de mayo de 2021
Ni asombro de que los muertos anden vivos por el pueblo. Van amortajados por las calles, de la iglesia a la ermita y de la ermita a la iglesia. Ofrecidos al Santo Cristo. Cada 3 de mayo. Ya ni recuerdan desde cuándo. De siempre, dicen.
Los papeles cuentan que desde 1718. Al menos. Salían para interceder por las almas del purgatorio, para ayudar a esos espíritus que vagaban sin cuerpo a saldar pecados que en vida no pudieron. Era la vieja Cofradía de Ánimas, de la que hay constancia desde el siglo XVIII. Se sabe porque se fundó cuatro años después de la ermita del Santo Cristo y, si no hay error, quedó levantada en Quintana de Fuseros en 1714. Luego, en algún año entre 1718 y 1902, ese ancestral proceso de purificación de espíritus en pecado, avalado por la Iglesia católica desde el siglo XV, dio un vuelco y se convirtió en la Procesión de los Amortajados.
Magdalena Álvarez Barredo tenía 14 años cuando su madre y su abuela la ofrecieron al santo. Se había caído de un árbol y no daba curada la pierna rota. Así que Luisa y la matriarca Teresa López hicieron promesa en la ermita y luego traje de amortajada para la cría. Magdalena fue con muletas el primer año y sin ellas el segundo. Y ya nunca faltó.
Da un respingo todavía cuando recuerda aquel 3 de mayo de 1959. Apenas le salen las palabras. «Qué quieres que te diga...». Y no dice nada más. Se atusa el cabello y se pasa la mano por la cara, como borrando un pensamiento. «Yo, a lo que me dijeron», cuenta. Y lo que le dijeron fue que siguiera la fila, en silencio, con la vela. Porque con ella iban en petición más de 30 vecinos. «Bueno, se hace por el día», añade. Ella misma tranquiliza el recuerdo.
Y eso que lo había visto desde que nació. Pero no es lo mismo seguir la procesión que vestir la mortaja. Ahora, con 76 años y una ancestral tradición que ella ha heredado, toca los sudarios con el único cuidado de no contaminarlos. En pleno siglo XXI azotado por una pandemia, como si de una plaga bíblica se tratara, no hay más superstición que no contagiar ni contagiarse del covid. Magdalena desenvuelve los hábitos de los amortajados, almacenados en un arcón de la ermita, y se coloca con precaución uno. Se mira las manos, una obsesión en estos tiempos del covid, y se pone otra vez la mascarilla. «Quita, quita, que al santo hay que ayudarlo», dice. No lo fía todo a la fe, por si acaso.
Manuel Durández es el mayordomo y encargado de custodiar la ermita.Es además uno de los mayores impulsores de la tradición de la Procesión de los Amortajados. L. DE LA MATA |
La ermita del Santo Cristo, en Quintana de Fuseros. L. DE LA MATA
Nadie por la carretera. Durante kilómetros. Un cartel tallado en madera sobre las señales oficiales indica el desvío a Quintana de Fuseros. Se adentra el viajero en un territorio aislado. El cadáver de lo que parece una jineta atropellada da muestra de que la naturaleza silvestre está viva y muy próxima. Y de que la línea que separa la vida de la muerte es también cuestión de suerte. Aquí es raro cruzarse con un coche.
El ‘Libro de Cuentas del Santo Cristo. L. DE LA MATA
Quizá el aislamiento secular ha propiciado que el pueblo mantenga una tradición de siglos que ha desaparecido en el resto. En la provincia sólo se conserva el ritual de las mortajas en Quintana de Fuseros. La Procesión de los Amortajados es Bien de Interés Provincial tan sólo desde 2019.
El año pasado no salió, este tampoco. Las restricciones por la pandemia del coronavirus se imponen. Una excepción histórica porque la tradición no se ha interrumpido nunca.
En Quintana de Fuseros creen que su Santo Cristo les salva de los peligros sufridos, da igual un accidente que un mal. Por eso se amortajan en vida
Las mortajas las custodia, como todo lo que hay en la ermita, Manuel Durández, que ejerce una especie de cargo de ‘mayordomo’. Durández está sentado a la entrada de la ermita, apoyado en sus muletas. En la mano, el ‘Libro de Cuentas del Santo Cristo de la Cabaña’, en donde están recogidos por escrito los avatares, año a año, de la celebración, los donativos, los arreglos de la ermita, el traspaso de poderes... El paso del tiempo se nota en la caligrafía, picuda y cuidada en los primeros años de 1900, menos estricta según se avanzan las páginas. Se mezclan las letras con los números, porque la fe echa cuentas. Y ahí hay constancia de que la procesión se celebra sin interrupciones desde el día de la Cruz de Mayo de 1902. Y también el precio de las velas, lo que cuesta ‘alquilar’ la mortaja —que se entrega como donativo al santo—, y los arreglos de la capilla, que ha sobrevivido a todos los tiempos donde siempre estuvo, al final del pueblo.
Parte de ese milagro, el de la supervivencia del patrimonio artístico, es obra de Manuel Durández, el mayordomo durante los últimos 28 años. Su nombre se repite insistentemente escrito en el libro del santo. No está solo, tiene el apoyo de la junta vecinal y, sobre todo, de los vecinos.
«Todo lo que ves se ha hecho sin pedir nada. A nadie», dice Durández. Hay orgullo en esta declaración, con la que, como quien no quiere la cosa, reparte a partes iguales críticas a las administraciones y elogios a sus convecinos. «Todo esto que ves estaba que se caía», señala. La ermita es ahora una iglesita recoleta y rehabilitada. Según entras, de frente, una aparición. En penumbra, omnipresente, el Santo Cristo al que devocionan.
Durández maneja las mortajas de una manera terrenal. Las toca sin más tabú que el que impone la pandemia. Las muestra, las enseña, las coloca para las fotos. Amortajadas han salido su mujer, María del Carmen del Pozo, hasta que falleció, su hija y hasta su nieta, que procesionó como muerta en vida con cuatro años. Por mantener la tradición. Un homenaje también al abuelo, que dedica su vida a mantener esta costumbre que es ya leyenda. No fue la amortajada más joven. Un año salió un recién nacido. Durández, que sabe coser, le hizo la mortaja al bebé.
Durante años, ha querido Manuel Durández uniformar a los vecinos, pero no ha podido. Los hombres salen con una túnica blanca con un cíngulo anudado a la cintura. Las mujeres, con una especie de bata rosa, azul o estampada y una pañoleta para cubrir la cabeza. Era lo que había como sudario y es lo que quieren que siga habiendo.
A Magdalena la vida se le torció un día en su hija. Un revés de esos que dan un vuelco a la rutina. No lo dudó. Al salir de la consulta del médico se dirigió a la ermita y fue ella quien ofreció otra amortajada para el santo, su hija. Y, además, una promesa, no faltar nunca.
«A mí, mi hija me la salvó la mortaja y mi santo», dice Magdalena. «Yo lo creo, los demás... cada uno es muy libre.. pero yo, yo lo creo», dice con suavidad. «Yo confío», añade, rebajando el tono de solemnidad, que la esperanza es un paso menos que la fe.
«Bueno, gracias a Dios, a la suerte y a mi santo», matiza el orden. No vaya a ser.
Hace 39 años que Yolanda Rojo Álvarez, la hija de Magdalena, sale de ofrecida, con la túnica y la pañoleta, con la vela entre las manos. Los mismos años que salió adelante tras el diagnóstico de un tumor cerebral. «Ella saldrá hasta que quiera y pueda, yo por siempre», dice con la sabiduría de quien sabe que la fe impuesta ni cree ni dura esta mujer de 76 años que aparenta un suspiro, activa, empática y, dicen, buena vecina.
En Quintana de Fuseros creen que su Santo Cristo es el que les salva de los peligros que han sufrido, da igual un accidente que una enfermedad. «Y mira, ningún muerto de covid en el pueblo. Contagiados, muchos. Enfermos sí, pero aquí estamos todos». No podrán agradecérselo este año a su Cristo.
Durández cierra el Libro del Santo, que inauguraron en 1902 con caligrafía inglesa Feliciano Arias, Manuel Arias y Celestino Molinero siendo párroco Manuel Rodríguez, mientras anuncia que este año ‘prenderle una vela al santo’ costará un euro en vez de 60 céntimos. Y el donativo de las mortajas, cinco euros. Tiene lista de espera. Porque incluso las familias que guardan en sus casas sus propias mortajas entregan dinero para sostener esta fe comunal.
El mayordomo, ayudado por Arsenio Molinero, echa la llave a la ermita. Dentro quedan el Santo Cristo, las mortajas y la devoción de un pueblo. Un pueblo que amortaja vivos a sus vecinos. En acción de gracias. La salvación.
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