Escrito por Marta Redondo
Amparadas por el calor humeante del café matutino charlaba con Cecilia, mi hija, universitaria en ciernes, sobre lo aburrido que resultan para ellos las metálicas voces de las audioguías que ofrecen los museos como alternativa a los guías de carne y hueso que sienten y padecen. «Mamá son demasiado lineales», me decía, lo interesante son las historias que cuentan.
Esas historias que habitamos y nos habitan y en las que nos perpetuamos como individuos y pueblos.
No podemos negar que llevamos la tragedia griega en nuestro código genético. Bien lo intuía ya Aristóteles en su célebre ‘Poética’. Y este pueblo legionense de manera especial lleva incrustado a fuego el innato oficio de contar. Véanse tradiciones como el filandón hoy perpetuado en iniciativas culturales tales como la del Agora de la Poesía o el Cuentacuentos del Segundo viernes de mes en el Varsovia.
Cuenta el académico leonés de la lengua José María Merino en un documental que se puede ver en la página de TVE titulado ‘La memoria de los cuentos’, de aquellos días de aislamiento en los que los vecinos de los pueblos, algunos tan arcanos como la propia nieve que les encerraba, excavaban largas galerías para acudir a casas vecinas con el fin de hacer más livianos aquellos tiempos de confinamiento climático. Durante aquellas veladas al amor de la lumbre se recitaban poemas, contábanse cuentos, jugábase a la baraja o se hacía lo que fuese menester.
En ese mismo documental, si mi estimado lector o lectora quisiese, podrá ver y escuchar a narradoras de montaña como Juana Rodríguez de Prioro recitando el cuento del zorro tunante que vivía en una oscura cueva entre las montañas con su madre, que le ayudaba en sus fechorías o el de aquella zorra que hambrienta porque «se había enredado a nevar» y al no tener que comer devoró a uno de los polluelos de la pajarina.
Los antropólogos denominan a esos contadores de cuentos que aún habitan en las profundidades de nuestros pueblos «los informantes». Tal nombre suena como a espías o vigías de tiempos remotos. Son ellos la cuna vetusta de la tradición, los guardianes de la palabra a la que el neurocientífico Martin Conway define como «la llave de la memoria». Esa palabra que activa el cine interior que llevamos incorporada de serie como la tragedia que nos sigue y nos persigue, recordándonos la necesidad de no dejar morir nuestros pueblos, patria natural de los abuelos que tantos cuentos nos contaron.
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