¡Al rico barquillo de canela para
el nene y la nena! ¡Galletas de miel…! El barquillero, el hombre del bombo de
chapa y redondo de colores con una ruleta en la tapa y una cesta de mimbre. Abría el bombo y
dividido en dos partes te vendía la
galleta de pico o el barquillo. Riquísimas las galletas de miel…Dependiendo de
la zona, las fábricas de estas maravillas para el paladar eran familiares;
bastaba un pequeño horno de leña, una
encimera de azulejo blanco y hacer los barquillos y galletas con una masa de
harina de trigo sin levadura, azúcar, canela y miel. Algunos también fabricaban las buenísimas obleas.
En las plazas de las ciudades,
pero sobre todo en los parques era muy habitual el ver a los barquilleros. Los
niños nos arremolinábamos alrededor de los mismos, a ver si de esa manera la
madre o el padre nos compraban alguna galleta. Jugando en los parques la
estampa casi siempre era la misma; las madres hablando por los codos, los
padres si era domingo, leyendo alguna cosa, los abuelos sonreían las peripecias
de los nietos, mientras los patos en la pequeña laguna esperaban las migas y
algún que otro trozo de galleta o barquillo. Los guardas con su impecable traje
de pana y sombrero, te miraban de reojo, mientras las hebillas doradas de sus
trajes brillaban como medallas de oro. En algunos parques había un par de columpios y un tobogán grandísimo, algunos tenían hasta
siete peldaños para subir…el suelo era de láminas de madera y a veces algún
tornillo flojo te dejaba huella en las nalgas y un siete en el pantalón corto.
Ahí la madre era inconmensurable, dos azotes y bronca, y para casa llorando
entre berrinches y palabras de culpabilidad. Menos mal que aquella mercromina
lo curaba todo.
En otro tiempo gritaba el
barquillero… ¡Clavo…! La ruleta marcaba clavo, es decir, se había parado en uno
de los cuatro tornillos que sujetaban la ruleta, por lo que el jugador perdía
todos los barquillos acumulados.
Ese era el juego, aunque casi siempre la
gente compraba los barquillos y galletas directamente, era más rentable; así y
todo la picaresca en tiempos apretados hacía que algunos barquilleros tuvieran
trucada la ruleta; bien los tornillos más flojos o la máquina desnivelada a su
favor y así poder intentar engañar al jugador.
Las mozas y mozos retozaban entre
sonrisas y de vez en cuando, si había
dinero, se acercaban al barquillero y muy cortésmente le compraban una galleta
o barquillo a la moza. Casi siempre compartía
un trozo con el novio, y así
transcurría una tarde de domingo en esos parques de barquilleros, patos,
toboganes y columpios, árboles con amplia sombra y bancos de reposadas maderas
y armazones de hierro fundido que terminaban en formas enrevesadas.
Con la caída de la tarde, el
barquillero ponía sobre su espalda el bombo de chapa y lentamente desaparecía
entre la multitud. ¡Barquillos de canela y miel…que son buenos para la piel…!
Aunque no he vivido esa época. Este relato me ha hecho recordar mi niñez, y a conseguido que formara parte de ese parque imaginario. Un verdadero placer que compartas esa antigua figura del barquillero con nosotros. Muchas gracias.
ResponderEliminarUn saludo
Javier G. Vidal
Esta muy bello. Muy bien pintado. Se huele y se degusta. Gracias
ResponderEliminarMuy bueno Toño, me ha encantado tu relato. Empiezo la mañana de sábado recordando el antiguo "parque de cemento" de la Plaza del Grano, tan cambiado ahora... quizá un barquillero se acerque esta tarde por aquí : ) Un abrazo
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