jueves, 11 de agosto de 2011

COLABORACIÓN: El Rabelista

EL RABELISTA
Relato, Por Toño Morala.


Uno…, testigo mudo e infiel; tornaba sobre los cipreses la mirada turbia del que sabe que la gloria solo existe en un segundo de paz; de la serena naturaleza que te mira. Se acababa de morir el ser amado al principio del invierno; aquella mujer que había compartido sonrisas y silencios a tiempo parcial. El resto lo terminó en duro trabajo y además daba la mano en tiempos vacíos. Sin cerrojos, la tarde va de la mano de una mortal belleza. El cementerio respira quietud. Sin crepúsculo, sin estación; pues el tiempo se había detenido en la desgracia y la desgracia no sabe de estaciones. Quizás fuera Junio en los vientres de San Juan y las hogueras solo quemaban sentimientos de melancolía; quizás los pechos hundidos de tanto sufrimiento galopaban nostalgia de tiempos pasados. Las lágrimas recorrían los surcos de la cara y terminaban entre las tres cuerdas del rabel. Hacía tanta tristeza en el corazón, que los silencios se abrazaban entre sí.


El arco de avellano y crines de caballo reposa sobre la tumba, el rabel de finas cuerdas de tripa sobre el regazo del rabelista; el clavijero de dura madera y el cordal de asta de vaca se preparan para el homenaje a Clara.

Y así amaneció aquella tarde que parecía un siglo sobre aquel lamento de música. El rabelista daría la vida por ver los labios de su amada. Vivir siempre es un tiempo inacabado. Sobre las tapias del cementerio los tapines recogían los primeros traspiés de los pájaros nuevos. El leve murmullo del viento se confundía entre la melodía del rabel. El rabel lloraba notas y manos heridas; música entre viento y lluvia de seda. Sonreía cuando Clara desde el recuerdo de pasado tiempo se abrazaba a su hombre, cuando bailaba las tonadas en tiempos casi felices. Había visto a demasiados soles tendidos en el tendal de la soledad. Añiles sin cielo a los que pintar…; comprendió amargamente que el dolor solo era torpeza del hastío.

De las entrañas del rabel, acariciado por el hombre de ortigas y hierba, de hombros de noches de sueños rotos y universo cansino, salía el duende de la magia; en otro tiempo el remolino de hojas muertas era suficiente para calmar a los dioses. Los sentimientos no saben de épocas, ni de bellezas; lo feo y maltrecho también cuenta.

Tañendo el rabel, el rabelista pasea por la memoria. Clara se disipa, mientras la luna aplaude con una sonrisa y las estrellas bailan la melodía de la vida.

El chirriar de la puerta del cementerio, atormenta a la serena noche. El sufrimiento no da para más, ya solo quiere vivir en una nota de rabel.



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